Prefigurando la posmodernidad y la globalización desde el siglo XIX
Aun cuando Marx
no fuera consciente de que a algunas de sus afirmaciones las clasificaríamos
como propias de la era posmoderna, él ya las vaticinó casi dos siglos antes. La
posmodernidad es consecuencia del auge de la burguesía, cuya existencia, nos
dice, está determinada por la incesante revolución de los instrumentos y
relaciones de producción y con ellas las relaciones sociales.
La primera de sus afirmaciones que vaticinan esta posmodernidad es el
despojo de la “aureola” (de la trascendencia) que hay detrás de todas las
profesiones que hasta ese momento se consideraban venerables, cuyos
trabajadores pasaron a ser considerados meros “servidores asalariados”. Un
ejemplo clarísimo podríamos observarlo en la industria editorial, donde se ha
venido manifestando, sobre todo desde los últimos cuarenta años, como el libro,
fetiche cultural por antonomasia, ha degenerado de obra a producto en manos de
las leyes de la oferta y la demanda. En este sentido, ha pasado de manos de la
aristocracia, la minoría que lo monopolizaba, a manos de la burguesía, que lo
ha devaluado para explotar su mayor rentabilidad mediante la tapadera de la
democratización de la cultura.
La comercialización en el sistema
capitalista implica un embrutecimiento, porque al ser la rentabilidad económica
el principal objetivo resulta indiferente la calidad de la obra (poder
subversivo, originalidad, calidad técnica y formal, etc.). De tal forma que
ningún discurso puede ser verdaderamente trasgresor una vez se integra en la
cadena de mercado y se comercializa. El libro, como la pintura, la película, la
obra de teatro, etc. es bueno/a si vende. Es decir, se mide la calidad en función
de su éxito comercial. Esta es la línea política que siguen todos los grandes
grupos editoriales, ya asociados con grandes empresas del entretenimiento y las
telecomunicaciones. El afán de lucro desencanta (“desapasionado”, “profanado”
dice Marx) todo simbolismo o trascendencia, toda ideología o creencia, al
convertirla en un mero negocio.
Puesto que la sociedad burguesa se fundamenta en una constante
revolución, ello obliga a modernizarse, es decir, a adaptarse a un sistema
volátil e inestable en constante destrucción y reconstrucción. El individuo
moderno no puede por más que perseguir estresado esa vorágine en un intento
vano de estabilizarse. Tras muchos intentos se siente perdido en el tránsito,
en el laberinto (“una conmoción ininterrumpida de todas las condiciones
sociales, una inquietud y un movimiento constante…”) sin poder estar seguro
nunca qué debe hacer o hacia dónde dirigirse. Además no se puede huir de la
sociedad burguesa porque, como dice Marx prefigurando la globalización
capitalista, “la burguesía recorre el mundo entero”. Y esto a pesar de que Marx
no sabía todavía de la era de la información, la imagen y las
telecomunicaciones. Además es consciente de que la burguesía no solo recorre el
mundo, sino que lo convierte a su credo, bajo la bandera de la civilización, so
pena de rezagarse y perecer en la carrera por el éxito. Sin duda, una intuición
muy afilada sobre las grandes desigualdades de orden mundial que hoy se
manifiestan entre el hemisferio norte y el sur y una de nuestras peores lacras
sociales.
Este éxito, sin embargo, se ve castigado cíclicamente por lo que él llama
la “epidemia de la superproducción” que “amenaza la existencia misma de la
sociedad burguesa”, como hoy día pudiéramos estar viendo. Sin embargo, he aquí
una de las cuestiones más interesantes que el texto plantea: “la burguesía vive
en lucha permanente”. Como ha de integrar al proletario en su lucha, sea contra
sí misma, la aristocracia o la burguesía de otros países, se le educa con
armas, pues, contra la propia burguesía. El conflicto que aquí Marx plantea
como una especie de paradoja evidente es, sin embargo, la razón de la
creatividad y el progreso social. No es que la burguesía viva en una lucha
permanente, es que las sociedades se fundan en uno o muchos conflictos
permanentemente, bélicos o no. Además de este exceso, entre otros, en su
discurso crítico revolucionario, que va más allá de un análisis sociológico,
achaca exclusivamente a la burguesía lo que es propio de toda clase dominante.
Y es dominante porque posee la riqueza que le permite gestionar el monopolio de
la violencia.
Lo que identifica pues a la burguesía peligrosamente es su voraz deseo de
comercializarlo todo, manchar todas las relaciones sociales como relaciones
comerciales deshumanizadas y privar a las profesiones de su carácter vocacional
para reducirlas a simples tareas llevadas a cabo por eficientes autómatas. Las
universidades actuales parecen avanzar, sin ir más lejos, hacia la formación de
obedientes y prácticos trabajadores acríticos. Y con todo ello sacar la máxima
rentabilidad económica sin tener en cuenta tampoco la justicia social, el medio
ambiente o la cultura. Sin embargo, hablar de “la burguesía” como una
plutarquía anónima, un vil colectivo minoritario y localizado, parece simplista.
Es simplista porque si bien es cierto que el señor Bill Gates podría ser
considerado sin lugar a dudas un burgués a nuestros ojos, nosotros podríamos
ser igualmente considerados burgueses a ojos de aquellos que no tienen ni un
dólar para pasar el día. Nuestro proletariado podría considerarse muy rico. Y
por otra parte, ¿“el hundimiento y la victoria del proletariado”, como dice
Marx, garantizan que estas capas sociales más desfavorecidas[1] no
sustituyan a las anteriores bajo otras formas, otras máscaras?
[1] Hoy día el “proletariado”
parece un concepto obsoleto y desfasado y creo que es más adecuada la expresión
que he utilizado.
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