En las últimas décadas parece haber crecido mucho la adoración por
lo sobrenatural, los misterios del pasado, las rarezas o lo extraordinario
fuera y dentro de lo religioso, visible en el auge de la novela fantástica más
divulgativa o incluso de esas novelas ambientadas en la época medieval sobre
templarios, misterios y tesoros ocultos del pasado. Se trata de una especie de
resurgir de lo mítico, que seguramente nunca se fue del todo, aunque éste ya es
un fenómeno no exclusivo de la cultura de masas. No obstante, es evidente que
todo este interés por lo esotérico y los superpoderes ha creado todo un mercado
de gran éxito, donde Superman es solo la punta del iceberg. Curiosamente, tanto
en su caso como en los superhéroes modernos, como comenta el autor, estos
superhombres, con a menudo dimensiones mesiánicas y cultos locales (Spiderman
es el superhéroe indiscutible de Nueva York), no intentan solucionar los
grandes problemas del mundo como el hambre o la pobreza, sino perseguir a
delincuentes que transgreden la ley, buscan más y más poder y/o atentan contra
el orden público. Como contramodelo, los superhéroes japoneses, muy distintos a
los americanos (no tanto en sus superhabilidades sino en su carácter) suelen
ser personajes redondos con un sueño (muchos son estudiantes de instituto con
problemas de integración al principio que conectan muy bien con el lector) y para
cumplirlo han de cambiar el mundo fantástico en el que viven acabando con
mafias o estructuras de poder muy ambiciosas, como enormes imperios, que abusan
de una comunidad pacífica y casi idílica. Mientras que los primeros velan por
un orden muy local (EE.UU. como mucho), los segundos se rebelan y lo reordenan
para asegurar uno más global y hasta crearlo ellos mismos una vez han acabado
con los malos tiránicos. Estos malos suelen ser personajes fundamentalistas, a
menudo con un pasado tormentoso, que a diferencia de los americanos suelen
tener posibilidades de redención porque el superhéroe los salva y se convierten
en poderosos aliados. Estos cómics son indiscutiblemente cultura de masas, pero
raramente kistch en el sentido que
dice Eco, pues se presentan como puro entretenimiento, sin pretensión de
grandes reflexiones o sustitutivos del arte.
Precisamente, el
verdadero problema del kitsch, como
apunta con gran acierto Umberto Eco, no está en si es bueno o malo, necesario o
innecesario, sino cuando intenta considerarse arte o sustituir al arte, de tal
forma que muchos consideren estar consumiendo algo que no es lo que dice ser.
El problema es que desde el pop art
tampoco estamos seguros de lo que es. Parece que con todos los signos de
identificación dados es imposible la confusión, y el mal gusto se ve a
distancia por intentar encajar descubrimientos y formas vanguardistas en
contextos que no le corresponden, pero de hecho el autor se da perfectamente
cuenta de la fragilidad de las categorías que intentan ordenar algo muy
complejo precisamente por su gran diversidad y en ocasiones ya no se sabe donde
comienza una cosa y donde acaba la otra:
La
sociedad de masas es tan rica en determinaciones y posibilidades, que se
establece en ella un juego de mediaciones y rebotes, entre cultura de
descubrimientos, cultura de estricto consumo y cultura de divulgación y
mediación, difícilmente reducible a las definiciones de lo bello y lo Kitsch.[1]
Lo que resulta
realmente fatigoso de leer de este capítulo sobre el kistch es la minuciosa descripción lingüística del mensaje poético.
El autor entra a menudo en una discusión sobre lo que es el arte con análisis
lingüístico-poéticos excesivamente largos e innecesarios que ralentizan y
emploman la lectura, en sí ya demasiado plagada de estructuras sintácticas
interminables. En cierto sentido, el autor parece oscilar durante todo el texto
entre una postura de acercar los extremos y romper viejas ideas para luego
volver a separarlas claramente describiendo con detalle lo bello: un sistema
críptico y ambiguo de significantes que acumulan gran cantidad de significados
y así estimulan la reflexión sugiriendo, no provocando efectos predeterminados,
hasta que son consumidos, descifrados y desgastados en grado sumo como kitsch. Las mejores obras, los clásicos,
pues, son los que mejor sobreviven al paso del tiempo y van siendo recuperados
por su capacidad para la reinterpretación (como los mitos griegos). En este
sentido, parece que le cuesta decidirse entre la dificultad para decir qué es
bello y qué no o marcar claramente una frontera. En todo caso, deja clara la
complejidad de la cuestión, aunque esto no aporta nada nuevo. Lo más fiable
parece ser observar y analizar cada caso concretamente, aunque él no lo afirme
conclusivamente.
Tampoco hemos de
perder de vista que aunque el autor no lo deje muy claro todos somos
consumidores masivos y la cultura no solo es arte y letras, también afecta a
muchos otros ámbitos de la vida social, como por ejemplo la ropa o la comida, y
evidentemente aquí también se producen efectos masivos. Es decir, habla de
cultura desde la posición más elitista y menos antropológica. De igual forma
que puede ser compatible, y el autor así lo cree también, estar leyendo un
cómic de Superman y media hora después El
proceso de Kafka, puedes también ver dibujos animados por la mañana y un
programa de debate sobre las políticas de fecundidad de China por la tarde sin
ser un hipócrita. Ciertamente, no es lo mismo leer que ver la televisión, pero
adónde en definitiva quiero llegar es que no es ninguna contradicción, y puedes
ser “hombre-masa” a las doce del mediodía y “hombre culto” a la una de la tarde
si acertamos en hablar en estos términos. Esta tolerancia también parece
tenerla Eco:
Entre
el consumidor de poesía de Pound y el consumidor de novela policíaca, no
existe, por derecho, diferencia alguna de clase social o nivel intelectual. […] Sólo
aceptando la visión de los distintos niveles como complementarios y
disfrutables todos por la misma comunidad de fruidores se puede abrir un camino
hacia un saneamiento de los mass media.[2]
El autor defiende
la televisión como servicio, no como género, otra cosa es que en determinados
canales la variedad de géneros esté desapareciendo o incluso que haya canales
únicamente dedicados, por ejemplo, a documentales de historia o la naturaleza.
En el caso español las tragicomedias de enredo junto con los programas del
corazón y los reality shows
monopolizan este servicio (sobre todo en Antena 3 y Telecinco), pero sabemos
que la televisión no es solo eso. Estas cadenas se justifican diciendo que esto
es lo que demanda el público cuando en realidad ellos provocan esos gustos y
saben que lo que mejor éxito suele tener son aquellos programas con constantes
efectos escénicos y fuerte sensacionalismo, con abundantes chistes fáciles
sobre sexo, lenguaje muy vulgar o situaciones en las que falsamente la vida de
los protagonistas da un vuelco repentino (creo que son ejemplos claros de kistch series como Los hombres de Paco, Física o
Química o Los Serrano). A
diferencia de los medios escritos de cultura de masas aquí difícilmente se
suele detener la imagen para ponerse a reflexionar sobre cada acontecimiento
sino que el espectador entra en un embobamiento acrítico continuo en el que es
vulnerable para ser dirigido en cuanto a gustos, opiniones y modos de pensar,
transformándonos en seres cada vez más contemplativos. Sería lo que Jean
Braudillard llama en su Cultura y
simulacro la hiperrealidad en la
que vivimos, la cultura como simulacro, o lo que es lo mismo para mí, La vida es sueño, de Calderón.. El
autor, sin embargo, adopta una postura demasiado apocalíptica en este sentido,
pues en definitiva el hombre contemplativo es un hombre masa y tomar esta
actitud también demuestra tener muy poca confianza en la humanidad. Su mismo
vocabulario lo delata:
La
civilización democrática se salvará únicamente si se hace del lenguaje de la
imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.[3]
Todos podemos
reflexionar sobre lo que hemos visto una vez apagado el televisor, a pesar de
que el programa no invitase en absoluto a la crítica, pero que nos encontremos
en una civilización de las imágenes no anula o configura nunca del todo nuestra
individualidad porque tenemos mejores o peores filtros. Lamentablemente, no es
una mayoría la que intenta coger una verdadera distancia con respecto a sus
prácticas habituales (culturales o no) porque ello le produce la temida crisis
que provoca angustia, cuando es precisamente ella la que estimula el
pensamiento. Una sociedad encaminada a esa nueva utopía llamada evasión en la
que el relativismo simple y no el perspectivismo se convierte en un dogma no
hace más que dificultar el compromiso que todos deberíamos tener por intentar
comprender y mejorar el mundo en el que vivimos. Así pues, el verdadero
problema viene cuando la televisión, o cualquier otra cosa, se convierte en un
objeto de culto, pero a lo que en realidad más debemos evitar no es a ella,
sino a los ídolos. Con respecto a los ídolos, es curioso que un adorador de un
personaje de cultura de masas, como Superman, siempre será llamado friki para marginarlo, mientras que un
adorador de un personaje perteneciente al canon será considerado culto, cuando
en ambos casos se da un acto de veneración e idealización que dificulta el
conocimiento de esa imagen.
En vistas a que
el panorama televisivo dominante no parece que vaya a cambiar (no al menos
mientras solo detrás estén especuladores de dinero) también creo la lectura
pausada y atenta será siempre la fuente de conocimiento más fiable y eso es lo
que nunca debe perderse de vista, como dice Umberto Eco, en una cultura
verdaderamente democrática, no de masas. La capacidad para adentrarse en tantos
materiales y campos desde tantas posiciones con tantísimos ejemplos tan
variados, a pesar de resultar tan lejanos, es sin duda la mayor riqueza del
ensayo.
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