Creo que a
nosotros se nos hace especialmente importante e interesante este libro para
observar los contrastes descritos entre la realidad cultural y social de los
sesenta con la actual. Probablemente ésta sea la peor crítica que le podamos
hacer al texto, pero claro, no es culpa del autor que este tema apenas haya
sido retomado en el futuro con tanto rigor y extensión a pesar de su peso
creciente. Se puede comprobar esto a través de la gran cantidad de ejemplos muy
desfasados e incluso absolutamente desconocidos para un público joven actual de
unos veinte o treinta años, más aun si no es italiano. El contexto hoy es
evidentemente otro muy distinto y nadie se acuerda ya, ni nos dicen nada, los
cómics de Mary Perkins o la prosa pseudobíblica de Pear S. Buck. A pesar de que
todo el mundo conoce a Superman, el superhéroe ya ha sido sustituido por otras
celebridades de la Marvel
o de otros superhéroes japoneses en auge, es decir, por otros ídolos e imágenes
que satisfacen los gustos y demandas de la sociedad actual. Pero esto no
implica que el análisis de Eco haya quedado obsoleto.
Uno de los reproches que los
apocalípticos hacen a la midcult es
que explote elementos de vanguardia y los banalice en cómics o incluso en los best seller, un fenómeno mucho más
importante ahora que en los años sesenta. En La edición sin editores de André Schiffrin, publicada a finales de
los años noventa, se intenta explicar, sobre todo en el ámbito editorial
estadounidense de la última mitad de siglo, cómo el libro ha pasado de ser el
trabajo de un autor o autores con un interés normalmente cultural e
intelectual, hasta un mero producto comercializable en el que apenas o nada se
valoran sus contenidos, sino tan solo su rentabilidad económica. Los causantes
son los cada vez más gigantescos, ambiciosos y dominantes grupos editoriales,
es decir, en gran medida del capitalismo voraz de Estados Unidos que está
dominando el mercado. Los propietarios de estas editoriales son gente que
trabaja en medios de comunicación de masas, o en grandes empresas de ocio que
habiendo observado como el gran público tan solo quiere entretenerse, un buen
día creyeron ver un gran negocio en el mundo editorial. Sin embargo, de todo
esto comienza a darse cuenta ya Umberto Eco con gran lucidez al observar que
ciertamente tras la producción industrial de libros hay empresarios,
especuladores de dinero, no hombres de cultura:
El
problema de la cultura de masas es en realidad
el siguiente: en la actualidad es maniobrada por”grupos económicos”, que
persiguen finalidades de lucro, y realizada por “ejecutores especializados” en
suministrar lo que se estima de mejor salida, sin que tenga una intervención
masiva de los hombres de cultura en la producción. La postura de los hombres de
cultura es precisamente la de protesta y reserva.[1]
Tras realizar una
enumeración brillantísima, uno de los grandes logros del ensayo, de las
críticas a la cultura de masas (“cahier
de doléances”) y luego de la defensa que se hace de ella, el autor intenta
sacar algunas conclusiones personales. Su actitud parece la de intentar no
radicalizar la cuestión y no adoptar necesariamente una de las dos posiciones,
aunque el péndulo que lo guía esté finalmente más cercano a la posición
apocalíptica, pues no puede evitar ver algo de perverso en fenómenos como la
televisión, al menos tal y como se plantean hoy. Comparto la idea de que es
sano, si se hace moderadamente, disfrutar de cómics o best sellers cuyo objetivo principal es el de entretener con tal de
dar un cierto descanso al siempre vigilante y desconfiado ojo del verdadero
hombre culto, empezando por vigilarse a sí mismo, pero siempre como un
complemento de aquella cultura que estimula nuestro cerebro haciéndole
reflexionar, sacudiéndolo y, porqué no decirlo, manteniéndonos angustiados e
insatisfechos con nuestras propias verdades. En cualquier caso, tampoco se
puede llamar una tragedia el leer solo cómics, no al menos mientras no sea una
mayoría, porque si creemos que la cultura en el sentido elitista debe ser una
imposición entonces no se diferencia demasiado de la religión. Por supuesto, y
el autor es perfectamente consciente, también hay un factor de prejuicio
siempre existente cuando nos adentramos en un nuevo material, y en cierto
sentido “las expectativas” ya nos disponen a creer si disfrutaremos o no con él
o si tiene algo de valioso. A pesar de que sea necesario nuestro mejor
esfuerzo, yo tengo mis serias dudas de que el crítico pueda eliminar del todo
los prejuicios y las reacciones, pues no es posible acceder a observar algo sin
formarse antes una idea previa e ir así “prevenidos”, a no ser que nuestro
acercamiento sea imprevisible. Así pues, ni existe el sujeto transparente ni la
neutralidad o la objetividad, tan solo aspiramos a aproximaciones.
De hecho Eco, se
sitúa en la posición del hombre culto que tiene una mente abierta y no
censuradora de lo nuevo, al menos no sin haberlo examinado. No dudará en
relacionar en algún caso el kitsch,
aquello de mal gusto, con la cultura de masas, aunque se asegura primero de describir
con rigor lo que es de mal gusto y de cómo este progresa alimentándose de los
descubrimientos de la vanguardia. Según él se trata de la desmedida y del
desequilibrio y yo añadiría además la extravagancia y el artificio prefabricado
y redundante que busca la provocación fácil. Pero conviene tener en cuenta que
el buen gusto no ha sido siempre considerado igual (una buena prueba de ello es
que poco apetecibles nos parecerían ahora las opulentas mujeres de Rubens),
aunque curiosamente tras el romanticismo cualquiera podría decir sin ser
linchado que el gusto es algo subjetivo, pero en la práctica esta es una
falsedad que no convence a nadie y hay unos cánones estéticos bastante
definidos que des-integran al que no
los sigue. Desde mi punto de vista, de lo que habla Eco es de esa cultura
sensacionalista, del escándalo o del espectáculo tan presente en los abundantes
reality shows y programas del corazón
actuales. Los cada vez más sofisticados y abundantes efectos especiales en el
cine, un cine de atracción, de “subidones de adrenalina”, son buena prueba de
ello, es decir, el denominado Blockbuster
que predomina en el cine de Hollywood desde la segunda mitad de los años
setenta y que tiene como target a
niños de trece años. La revolución tecnológica satisface nuestros deseos más
extravagantes con tal de alimentar la economía capitalista. Parece que
funcionamos por un sistema de reacciones, no siempre tan predecible como parece
o todos conocerían la fórmula del éxito, y guiado por el sistema de consumo
frenético, imparable y voraz sobre todo de cultura de masas (best sellers, cine de acción, etc.) pero
también de alta cultura (los grandes autores de las artes y letras) por
públicos evidentemente distintos. Es como un péndulo en el que siempre aparece
algo en reacción a ese viejo estilo, producto, serie, etc. que se descubre como
innovador, contrario o trasgresor respecto al antiguo y se vuelve a producir en
masa.
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