Hacia una épica minimalista. Las pequeñas conquistas construyen un gran reino.

lunes, 18 de junio de 2012

Reseña de Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco 2


Creo que a nosotros se nos hace especialmente importante e interesante este libro para observar los contrastes descritos entre la realidad cultural y social de los sesenta con la actual. Probablemente ésta sea la peor crítica que le podamos hacer al texto, pero claro, no es culpa del autor que este tema apenas haya sido retomado en el futuro con tanto rigor y extensión a pesar de su peso creciente. Se puede comprobar esto a través de la gran cantidad de ejemplos muy desfasados e incluso absolutamente desconocidos para un público joven actual de unos veinte o treinta años, más aun si no es italiano. El contexto hoy es evidentemente otro muy distinto y nadie se acuerda ya, ni nos dicen nada, los cómics de Mary Perkins o la prosa pseudobíblica de Pear S. Buck. A pesar de que todo el mundo conoce a Superman, el superhéroe ya ha sido sustituido por otras celebridades de la Marvel o de otros superhéroes japoneses en auge, es decir, por otros ídolos e imágenes que satisfacen los gustos y demandas de la sociedad actual. Pero esto no implica que el análisis de Eco haya quedado obsoleto.
            Uno de los reproches que los apocalípticos hacen a la midcult es que explote elementos de vanguardia y los banalice en cómics o incluso en los best seller, un fenómeno mucho más importante ahora que en los años sesenta. En La edición sin editores de André Schiffrin, publicada a finales de los años noventa, se intenta explicar, sobre todo en el ámbito editorial estadounidense de la última mitad de siglo, cómo el libro ha pasado de ser el trabajo de un autor o autores con un interés normalmente cultural e intelectual, hasta un mero producto comercializable en el que apenas o nada se valoran sus contenidos, sino tan solo su rentabilidad económica. Los causantes son los cada vez más gigantescos, ambiciosos y dominantes grupos editoriales, es decir, en gran medida del capitalismo voraz de Estados Unidos que está dominando el mercado. Los propietarios de estas editoriales son gente que trabaja en medios de comunicación de masas, o en grandes empresas de ocio que habiendo observado como el gran público tan solo quiere entretenerse, un buen día creyeron ver un gran negocio en el mundo editorial. Sin embargo, de todo esto comienza a darse cuenta ya Umberto Eco con gran lucidez al observar que ciertamente tras la producción industrial de libros hay empresarios, especuladores de dinero, no hombres de cultura:

El problema de la cultura de masas es en realidad  el siguiente: en la actualidad es maniobrada por”grupos económicos”, que persiguen finalidades de lucro, y realizada por “ejecutores especializados” en suministrar lo que se estima de mejor salida, sin que tenga una intervención masiva de los hombres de cultura en la producción. La postura de los hombres de cultura es precisamente la de protesta y reserva.[1]

            Tras realizar una enumeración brillantísima, uno de los grandes logros del ensayo, de las críticas a la cultura de masas (“cahier de doléances”) y luego de la defensa que se hace de ella, el autor intenta sacar algunas conclusiones personales. Su actitud parece la de intentar no radicalizar la cuestión y no adoptar necesariamente una de las dos posiciones, aunque el péndulo que lo guía esté finalmente más cercano a la posición apocalíptica, pues no puede evitar ver algo de perverso en fenómenos como la televisión, al menos tal y como se plantean hoy. Comparto la idea de que es sano, si se hace moderadamente, disfrutar de cómics o best sellers cuyo objetivo principal es el de entretener con tal de dar un cierto descanso al siempre vigilante y desconfiado ojo del verdadero hombre culto, empezando por vigilarse a sí mismo, pero siempre como un complemento de aquella cultura que estimula nuestro cerebro haciéndole reflexionar, sacudiéndolo y, porqué no decirlo, manteniéndonos angustiados e insatisfechos con nuestras propias verdades. En cualquier caso, tampoco se puede llamar una tragedia el leer solo cómics, no al menos mientras no sea una mayoría, porque si creemos que la cultura en el sentido elitista debe ser una imposición entonces no se diferencia demasiado de la religión. Por supuesto, y el autor es perfectamente consciente, también hay un factor de prejuicio siempre existente cuando nos adentramos en un nuevo material, y en cierto sentido “las expectativas” ya nos disponen a creer si disfrutaremos o no con él o si tiene algo de valioso. A pesar de que sea necesario nuestro mejor esfuerzo, yo tengo mis serias dudas de que el crítico pueda eliminar del todo los prejuicios y las reacciones, pues no es posible acceder a observar algo sin formarse antes una idea previa e ir así “prevenidos”, a no ser que nuestro acercamiento sea imprevisible. Así pues, ni existe el sujeto transparente ni la neutralidad o la objetividad, tan solo aspiramos a aproximaciones.
            De hecho Eco, se sitúa en la posición del hombre culto que tiene una mente abierta y no censuradora de lo nuevo, al menos no sin haberlo examinado. No dudará en relacionar en algún caso el kitsch, aquello de mal gusto, con la cultura de masas, aunque se asegura primero de describir con rigor lo que es de mal gusto y de cómo este progresa alimentándose de los descubrimientos de la vanguardia. Según él se trata de la desmedida y del desequilibrio y yo añadiría además la extravagancia y el artificio prefabricado y redundante que busca la provocación fácil. Pero conviene tener en cuenta que el buen gusto no ha sido siempre considerado igual (una buena prueba de ello es que poco apetecibles nos parecerían ahora las opulentas mujeres de Rubens), aunque curiosamente tras el romanticismo cualquiera podría decir sin ser linchado que el gusto es algo subjetivo, pero en la práctica esta es una falsedad que no convence a nadie y hay unos cánones estéticos bastante definidos que des-integran al que no los sigue. Desde mi punto de vista, de lo que habla Eco es de esa cultura sensacionalista, del escándalo o del espectáculo tan presente en los abundantes reality shows y programas del corazón actuales. Los cada vez más sofisticados y abundantes efectos especiales en el cine, un cine de atracción, de “subidones de adrenalina”, son buena prueba de ello, es decir, el denominado Blockbuster que predomina en el cine de Hollywood desde la segunda mitad de los años setenta y que tiene como target a niños de trece años. La revolución tecnológica satisface nuestros deseos más extravagantes con tal de alimentar la economía capitalista. Parece que funcionamos por un sistema de reacciones, no siempre tan predecible como parece o todos conocerían la fórmula del éxito, y guiado por el sistema de consumo frenético, imparable y voraz sobre todo de cultura de masas (best sellers, cine de acción, etc.) pero también de alta cultura (los grandes autores de las artes y letras) por públicos evidentemente distintos. Es como un péndulo en el que siempre aparece algo en reacción a ese viejo estilo, producto, serie, etc. que se descubre como innovador, contrario o trasgresor respecto al antiguo y se vuelve a producir en masa.


[1] Op. cit. p. 76

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