Pero será Gilbert Durand, antropólogo de formación filosófica en el marco de la mitocrítica (obras de la cultura) y del mitoanálisis (análisis de las “profundidades” de las manifestaciones humanas), en los años sesenta del pasado siglo, quien propondrá que la imaginación tiene una función trascendental en el proceso de creación humano. Como seres imaginativos que somos, creadores de mitos y todo tipo de formas simbólicas, organizamos y expresamos simbólicamente nuestros valores existenciales y nuestra interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte. Es decir, vamos más allá, nuestra imaginación desafía a la realidad y nuestra propia identidad nace de ese acto de imposición sobre ella, de la misma creación que no deja de ser una rebelión constante afirmada en cada acto, en cada decisión, que implica sensación de control, de poder y también de libertad.
La vocación del espíritu es insubordinación a la existencia y la muerte, y la función fantástica se manifiesta como el patrón de esta rebelión.
La fantasía, que sin duda tiene su origen en la imaginación, moldearía la realidad metafísica, que es arquetípica y aquí consideramos que necesaria, de cualquier cultura. En este sentido, pues, también participaría en la creación del paraíso, presente bajo diferentes formas en todo tipo de religiones del mundo. Este es hoy un concepto muy personal y subjetivo, pues pocos aceptarían como un verdadero paraíso un lugar tan selectivo como el que nos ofrece el cristiano. Con Durand llegamos a la conclusión de que la imaginación, donde la creatividad tiene su origen, es, además de una forma de evasión y un medio para compensar las carencias de la realidad, el don más natural del ser humano. El espíritu romántico se hace patente aquí en la crítica a la razón siempre opresora porque pone barreras a las posibilidades del ser humano, que no quiere tener barreras, frente al poder ilimitado e infinito que le confiere su imaginación. La imaginación vulnera de alguna forma la noción, en cierto sentido subjetiva, de lo imposible, aunque no tanto en el sentido de si podemos llegar a crear ángeles, que también (la genética ha conseguido crear híbridos muy siniestros) sino en si el artista que todos llevamos dentro tiene alguna capacidad para cambiar, animar o alterar la sociedad.
Durand apunta uno de las posibles causas de este desencantamiento cultural del que hablaba Max Weber. El mitólogo reflexiona sobre la paradoja de Occidente de haber sido creadora prolífica de imágenes y al mismo tiempo una iconoclasta convencida ya desde el segundo mandamiento invocado por Moisés que prohibía confeccionar imágenes sustitutivas de lo divino. A partir de entonces van teniendo lugar una serie de fases iconoclastas en la historia de Occidente para la construcción de un universo mecánico, de un “pensamiento sin imagen” en el que se margina la aproximación poética, el pensamiento simbólico y por tanto la metáfora, privando al ser humano del valor de su capacidad para representar y expresarse de forma no lógica y racional.
Lo “propio del hombre”, que es lo imaginario […] se define como la ineludible representación, la facultad de simbolización de donde todos los miedos, esperanzas y sus frutos culturales emanan de manera continuada desde hace un millón y medio de años aproximadamente.
El problema de la teoría de Durand es que está anclada todavía en las afirmaciones apocalípticas, perversoras y aborregantes que tiene la cultura de masas. Según el, la televisión anestesia, hipnotiza o adormece la creatividad individual de la imaginación, cuando no está demostrado, ni mucho menos, que realmente sea capaz de lesionar o incapacitar “la función fabuladora” de la que nos hablaba Henry Bergson. En todo caso, podría ser una pérdida de tiempo ver mucho la televisión, aunque esto también dependería de los programas, en lugar de realizar otras actividades como leer o hacer deporte siempre más estimulantes y formativas para la mente y el cuerpo.
El desencantamiento cultural, una característica que habitualmente se atribuye a la posmodernidad o quizás tardomodernidad en la que vivimos, sería fruto de un proceso desmitificador y antiheroico constante. Su origen radicaría en una desilusión y tedio acuciados por el rechazo de referentes, de ídolos e imágenes, porque se considera que idolatrar algo es, para bien o para mal, renunciar a conocerlo. Se inculca que el desasosiego y la angustia es el estado habitual y necesario del hombre culto, porque nunca ha de conformarse con nada, ni dar nada por sentado y ponerlo todo bajo ojo crítico comenzando por sí mismo. Al humanista, de hecho, debe definirlo la insatisfacción constante y para ello no debe tener ídolos y considerar que todo es pura ilusión, artificios y juegos de palabras o discursos en los que se deben detectar trampas. La desconfianza por sistema y hasta cierto punto el cinismo se convierten en una herramienta de trabajo. La ironía, la parodia, el sarcasmo y hasta el humor negro, preferentemente plasmado en ingeniosas metáforas, son el vocabulario que más agrada y más intelectualista resulta por su capacidad provocadora. La metáfora, en tanto proyectiva de imágenes y símiles sugestivos, es una forma de explicación exquisita y elegante que si se domina puede convertirte en maestro-poeta. Pero cuando está al servicio del cinismo te arrastra hacia el simple lamento poético, una decadencia que nada tiene de constructivo y sí mucho de apocalíptico.
En el siguiente apartado discutiremos un poco más los pros y los contras de si merece la pena que las personas de cultura sigan desempeñando un papel de desencantamiento cultural, de crítica funesta destinada a descubrir obsesivamente engaños; o bien de encantador o remitificador cultural, utopista y proyector/constructor de ilusiones edificantes con las que inspirar, animar y ensoñar a una sociedad hastiada y sumida en el tedio y la angustia del aburrimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario