Ayer estaba yo sentado como cada día en la terraza de la cafetería. La terraza está bajo un porche de piedra donde se enredan las ramas de unos árboles que están ahí desde que tengo memoria. Dan sombra, buen olor y unas flores liláceas que atraen muchas abejas. En ese porche yo he pasado mi infancia jugando a futbol y pegando pelotazos a los escaparates de los comercios vecinos con familiares y amigos. Mi madre me vigilaba desde su tienda de ropa y siempre que me peleaba con el hijo de la carnicera. Me doblaba en tamaño pero cuando lograba asestarle un golpe corría a la tienda de mi madre a esconderme bajo los percheros. El entorno ha cambiado bastante desde entonces, pues ahora son otros niños los que juegan allí al futbol y los comercios también son otros. Hay otra carnicería y la tienda de ropa dio paso a la cafetería llevada por unos amigos chinos de mis padres que siempre me tratan con gran simpatía. Al lado hay un Kebab y la mezcolanza étnica de nacionalidades, costumbres y lenguas es algo que antes en mi barrio no existía y todos veíamos con extrañeza, miedo y desconfianza. Pero ahora ya forma parte del paisaje habitual y se han ido integrando bien.
Como viene siendo habitual ayer se me acercó un pakistaní vendiendo algo. En este caso eran pulseras con dibujos de animales muy rudimentarios, símbolos o criptografías. No tenía ganas que nadie perturbase mi descanso con actividades comerciales y tenía ganas de estar solo. Así que lo despaché. El hombre insistió. Y finalmente tuvo éxito porque me interesé por una pulsera con el dibujo del Ying y el Yang. Estaba bastante mal hecha y hasta si no me lo hubiese dicho ni la habría reconocido. Le eché un vistazo a todas las que llevaba y tras pensármelo unos instantes se las devolví y decidí no comprar ninguna. Además, valían cinco euros cada una y creí que tenían un precio excesivo. Antes de irse el pakistaní lanzó su último disparo y me dijo que tenía guardada otra pulsera del Ying y el Yang, ésta mucho más fiel al modelo original. Lo consideré alguna especie de señal y a pesar de que sabía que no me la pondría decidí comprarla. Yo nunca llevo pulseras, ni collares, anillos, cadenas o demás accesorios. Siempre he considerado que en la elegancia menos es más y además más práctico.
El hombre me ayudó a probármela y aunque era algo incómoda me la dejé puesta. Mientras lo hacía me di cuenta de que tenía las manos cayosas y llenas de heridas mal cicatrizadas y cuando hablaba a menudo dejaba ir italianismos. Yo le contesté a una pregunta sencilla con mi rudimentario italiano y me reí en un intento de practicar mis cuatro palabras conocidas del idioma. Me preguntó si lo conocía y le dije que muy poco. Tras ello, me pidió sentarse a mi lado, lo hizo y comenzó a explicarme cosas sobre él. Le pregunté sobre sus viajes: dónde había estado, de dónde era, cuánto tiempo llevaba en España y por qué... El hombre comenzó a confiar en mi y yo le expliqué que siempre había vivido en ese barrio y que me gustaba escribir. Me preguntó si escribía sobre las cosas que me pasaban en mi vida, sobre mis experiencias, y le contesté que sí.
Aquel hombre de Pakistán me explicó lo mucho que había sufrido en su país, sin apenas oportunidades, con tantos asesinatos constantemente y donde su padre, guardia de seguridad, había sido asesinado por la noche cuando le quisieron robar. Luego me dijo que había estado viajando durante trece años fuera de su casa para ganarse la vida, sobre todo por Italia, donde había padecido el racismo y el hambre. Se alegraba de haber llegado a España, seis meses atrás, porque allí le trataban bien y tenía lo que necesitaba para vivir. Solo echaba mucho de menos a sus seres queridos en Pakistán. Me di cuenta que sufría al hablar de su padre y de su familia y me pregunté cómo pude llegar tan lejos en saber de una persona desconocida en cinco minutos. Yo apenas le dije nada sobre mi. Luego me preguntó si escribiría sobre él y entendí que me preguntaba si lo recordaría.
Finalmente me fui, porque creí que cortarlo en aquel punto estaba bien. Había estado junto a alguien que habitualmente consideraría muy lejano como alguien muy familiar, cuando eso no me había ocurrido en toda una vida con amigos o personas aparentemente más cercanas. Y tenía que escribir sobre Said. El se despidió muy agradecido, no ya porque le comprase la pulsera. No, no era un gracias cordial, era un gracias de corazón. Él también se había sentido acogido.
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